23 abril 2007

Tribulaciones de un parásito en paro

Las rachas con las que la suerte, el destino o lo que sea nos regala ora dando, ora quitando se sabe cuándo empiezan, pero no cuándo terminan. Sean indistintamente buenas o malas, acaban pasando factura. Las buenas por lo que son y representan: seguridad, éxito, cierto poder y relativa calma.
Las malas equilibran la balanza hacia un punto intermedio, minando la confianza en uno mismo, temeroso ante el negro porvenir que se avecina, impaciente por vislumbrar el fin de una maldición que no sabes explicar ni encuentra motivación coherente.
Cuando vienen mal dadas, se juntan todas las desgracias habidas y por haber. La gente pesimista por naturaleza lo achacan a la manida frase "las desgracias nunca vienen solas", "a un día bueno le siguen cien malos"... etc. Los optimistas buenrollistas, en cambio, aseguran que es el preludio de una larga temporada de buena sintonía y mejor karma con el que equilibrar los chakras y eliminar la energía negativa. Sí, muy zen.

Yo no soy ni una cosa ni otra, tal vez las dos al mismo tiempo. Estoy inmerso en un momento de mi vida en el que se avecinan muchos cambios drásticos y para los que no me sentía preparado (ya, ya sé, suena al momento previo de perder la virginidad y, francamente, misteriosamente se parece). Una familia rota, una carrera profesional en el aire, un paso de gigante hacia atrás en lo académico, falta de inspiración literaria y mis colegas de siempre demasiado ocupados con sus parejas respectivas.

Normalmente, si algo en mi vida se tuerce, intento afrontarlo y resolverlo de la mejor manera que puedo. Sin embargo, si mi existencia entera, en cada uno de sus aspectos, parece estar en un brete... ¿qué se supone que debo hacer? ¿Cagarme en la puta de todo y de todos? Sería demasiado fácil y, además, no ayudaría demasiado. Así que opto por lo más extravagante: no hacer absolutamente nada.

Mi día a día es monótono, insustancial y alienante. Me acuesto muy tarde y me levanto más tarde todavía. Mis únicas incursiones fuera de casa se reducen a los momentos en los que tomo cafés e intento exprimir un poco mis meninges para escribir algo con sentido. El resto del día... lo paso como buenamente puedo.

En una semana cumpliré 26 años y debería estar explotando los pocos momentos de verdadera juventud que aún me quedan. Lo sé. Al menos, según mi filosofía habitual de vida, debería estar haciéndolo. La cuestión es, sin embargo, que no me apetece. No es que me fustigue a mí mismo con el látigo del victimismo y la desidia, es que son tantos los fuegos que apagar que no sé realmente con cuál empezar, ni sé distinguir el más importante del más intrascendente porque, para mí, todos son cruciales. De ese modo, adquiero una pose meramente contemplativa en la que veo pasar el tiempo, un día tras otro, de brazos cruzados esperando algún acontecimiento del que aprovecharme para remontar el vuelo. Y, mientras tanto, follo todo lo que puedo.

No consigo encontrar un trabajo de planificador estratégico que me garantice una cierta independencia económica y barajar la posibilidad de establecerme por mi cuenta. Todos piden el poquito de experiencia que me falta y, pese a que intento compensarlo buscándome proyectos por mi cuenta, aún no he encontrado a un lila que no me pida la misma experiencia de la que carezco. Empezar es siempre lo más difícil, no hace falta que nadie me lo recuerde.

La carrera la tengo más que olvidada, entre otras cosas porque no me gusta y el varapalo que supuso el tema de las no convalidaciones no me reafirma en la idea de terminarla en un año y medio, que era mi meta inicial. Ahora, más bien, creo que la acabaré mediando la treintena, y eso con suerte. Así las cosas, no es que esté deseando ponerme a chapar como un animal.

Y luego entramos en lo personal, pero tampoco es cuestión de fustigarme más. Creo que ya he hablado bastante.

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