31 agosto 2008

Crisis? What crisis?

La comidilla de estos últimos meses tenía por protagonista la bola de nieve económica que sacude al mundo en proporciones desiguales. Más que nada, es un tema importante por cuanto afecta a cada individuo de una u otra manera.

Aquí, en la piel de toro, las cosas no van precisamente de puta madre. Afortunadamente para unos cuantos (muchos), la burbuja inmobiliaria estalló, llevándose por delante a unos cuantos que se hicieron de oro con el ladrillo. Aún está por ver cómo terminará esto, porque si hay algo claro sobre el asunto es, precisamente, que todavía no ha terminado.

El problema es que, en economía, se dice que todo está conectado. Así, si el ladrillo falla, la Bolsa baja. Si la Bolsa baja, pierden los inversores, cuyas compañías deben reestructurarse para hacer frente a la nueva situación: es decir, menos trabajadores. Los nuevos parados dejan de consumir compulsivamente como lo hacían antes y eso se acaba notando en los comercios.
Pero claro, el "ladrillo" es sólo una variable de unas cuantas que han ido a juntarse en este momento del tiempo: los bancos también tienen lo suyo. Y el petróleo está en máximos históricos, propiciando una crisis energética cuyas consecuencias aún están por medirse. Todo influye.
Aún así, aquí nos ha costado lo suyo admitir que estamos en "crisis": se gastaron todos los eufemismos posibles. Desaceleración, aterrizaje suave, captación puntual... ah, no, que esta iba de aquél trasvase famoso.

El caso es que, de un tiempo a esta parte, por mi barrio (qué digo mi barrio, en la manzana de mi casa) no dejan de cerrar bares y tiendas. ¿Culpa de la crisis? Quiá. Lo digo en serio, porque no han cerrado por cese de negocio, sino para... hacer reformas.

Veamos, así a bote pronto, me salen 4 bares: el Gloria II, que no sé si ha cambiado de manos o si está de reformas porque en su rótulo no aparece (todavía) nombre alguno. De todos modos la cosa parece que les está quedando más o menos bien, así que cuando terminen y lo abran quizá me convierta en parroquiano porque me pilla al ladito de casa.
Filo Jorge Juan también está de reformas, por lo que he podido ver. Conozco a gente de allí que me dicen que la cosa estará lista para octubre, y que pretenden darle un toque "modelno" al garito. Teniendo en cuenta que es un restaurante que últimamente se ha especializado en despedidas de soltera (que me lo digan a mí los sábados de madrugada, qué gritos y carcajadas!), se veía venir.
El Sorriso, un restaurante/bar de copas con unos postres de morirse, también se ha lavado la cara. No es que les hiciera falta precisamente, pero se ve que alguien creyó que sí, que ya tocaba.
Otro restaurante de mi calle, italiano (buenas pizzas y ensaladas, pero un poco caro) ha cerrado y en su lugar se ha puesto otro italiano pero más del rollo "cocina Sergi Arola", es decir, no es comida rápida pero casi y se pretende que la gente coma sentada tranquilamente entre decoraciones ultramodernas y monísimas. Creo que se llama Food&Fun, pero podría haberlo soñado.
La tienda que está tirando tabiques es Fann, esa que hace marcos y ampliaciones de fotos y es papelería (y vende maletas, creo).
Ah, y una diminuta tienda de ropa pseudo-pija ahora es una peluquería. Otra más. Esta calle, en vez de la de los anticuarios, se va a convertir en la de los estilistas.

Cuando trabajaba en Ruiz Nicoli (ah, sí, olvidé mencionarlo: ya no trabajo en Ruiz NIcoli, es más, ya no trabajo a secas) recuerdo que estuve haciendo una encuesta (algunos lo llaman estudio de campo) para la Comunidad de Madrid a cuenta de unas subvenciones que concede al pequeño comercio para hacer reformas y tal. No recuerdo qué organismo era, aunque quien se encargaba de tramitarlo era AvalMadrid, cuya oficina está... vaya, sí, efectivamente: en mi manzana.
La hice hace unos meses ya, pero precisamente me pateé la zona de mi casa, qué queréis, uno economiza esfuerzos de vez en cuando. El caso es que, por aquél entonces, nadie conocía estas subvenciones ni parecía interesado en reformar nada. Y de repente, zas. Todos a la vez.
Me haría ilusión creer que tuve algo que ver con el lavado de cara general de mi barrio.

Aunque sólo sea para darle color a un domingo cualquiera.

30 agosto 2008

La fe que no mueve montañas

Se han dado múltiples ocasiones en mi vida en las cuales se me plantea por mi capacidad de creer en lo intangible, en algo que no se puede ver, ni tampoco demostrar que algún día se pueda. Me preguntan si creo en algo más allá de la muerte. Si ese "algo" implica un ente supremo que rija los destinos del Universo. Lo llaman Dios. Un Dios en el que creer. Una creencia sustentada en la fe.

Creo en algo. Creo en las maravillas que la feliz Casualidad (y, quizá, también un poco de Causalidad) provocó en este planeta al despertar la vida. Creo en una evolución que comenzó hace millones de años y que, aún hoy, perdura sin que sepamos hasta dónde abarcan sus límites. Creo en una gran explosión que lo originó todo. Creo en la futura implosión que acabará con todo.
Quiero creer que no somos la única raza inteligente y que está por llegar el día que sepamos de la existencia de otras, iguales o aún mayores.
Pero sí, se podría decir que algo de eso que llaman fe tengo. Porque creo en un Dios.
También creo en Gaia.

Mi dios se llama Dios. Dicen que es el de los cristianos y podría serlo si contáramos con unas cuantas salvedades. Creo en Él porque no creo en un Yahvé, ni en un Alá, ni en un Buda, ni en un Visnú... o quizá creo en todos ellos al mismo tiempo porque, en realidad, en lo que no creo es en aquellos que se dicen sus representantes, sus mensajeros, sus Enviados.
No creo en la Iglesia. No puedo creer en la infalibilidad de una institución regida por hombres tan falibles, tan imperfectos, como yo. No puedo creer en la divinididad de un hombre de talla irrepetible, impresionante... de cuya historia sólo se nos transmiten retazos, vaguedades, exageraciones. Una historia en la que omiten, precisamente, todo aquello que le hacía humano.
Lo llaman fe. Hay que creer en lo que dice un libro escrito más de trescientos años después de la muerte de aquél hombre porque en eso consiste la fe. Una historia sobre sus hechos, sus citas, su Historia, plagada de incoherencias, fábulas, mitos y algún que otro embuste. Aún sabiéndolo, debemos seguir creyendo en ello.
Porque, dicen, no importa si la historia es cierta o no, sino el mensaje subyacente, el trasfondo, la idea central. Sin duda. Dichas creencias transmiten un mensaje positivista, que busca la fraternidad del hombre, la búsqueda de su mejor versión. Dicho argumento se tambalea en mi cabeza cuando resulta que, si el mensaje -la idea- es lo fundamental, existen muchas personas que se toman las historias de tal libro al pie de la letra. No rebuscan en el trasfondo, sino que se quedan en la literalidad, siendo impermeables -a veces, violentamente- a todo cuanto no esté recogido entre sus páginas. Se les conoce como fundamentalistas, ultraortodoxos. Extremistas. Para ellos no hay palabras que reconduzcan sus posturas... porque ellos tienen fe. Y no hay necesidad de explicarles nada, de reconducir, a los que ya tienen fe.

Dicen que la fe consiste en creer en la divinidad de aquel hombre. No sería fe, en cambio, creer en las hadas, pese a que tanto el uno como las otras tengan historias que den por veraces sus existencias y sus poderes por testigos presenciales.
No lo sería porque las hadas no predican un modelo de comportamiento adecuado socialmente. No predican absolutamente nada. Pero creer en su existencia es un acto de fe similar al que requieren las religiones del mundo.
Dicen de él que resucitó al tercer día y que por eso es divino. Dicen que se le vio resurgir de las tinieblas, y que incluso los incrédulos tuvieron que postrarse a la evidencia. Lo dice el Libro. El mismo libro plagado de incoherencias y fábulas, de mitos copiados de creencias ajenas.
No dicen si se enamoró, si supo o pudo amar a un hombre o una mujer porque, cuentan, él abarcó a la Humanidad entera.
No dicen si cometió errores, si la duda que una vez sintió fue grande o producto del miedo puntual a la muerte inminente.
Dicen que una vez sintió ira, él, un ser incapaz de odiar, una persona que pedía dar la otra mejilla.
Dicen que sus hermanos y sus hijos lo eran del mundo, que él sólo tuvo madre -y Virgen- y un padre adoptivo, negándole así una familia que no fuera la que el Libro relata. Curioso en aquellos que enarbolan, precisamente, la familia como bien máximo y supremo.

Creo en los fantasmas porque los he podido sentir, e incluso ver un par de veces. Por tanto, no es una cuestión de fe. Creo que hay una parte de nosotros que no se pudre al morir. Algunos lo llaman alma, otros espíritu, otros proyección en un plano distinto.
Dicen que lo que realmente funciona con estos seres, si los ves, es rezar. Rogar a Dios por los restos que permanecen entre nosotros de modo que puedan, finalmente, descansar en paz y nos dejen tranquilos. No hagamos preguntas sobre las almas, los espíritus, de aquellos que tienen más de dos mil años. Ya se encargará la fe de situarles en algún lugar. Son demasiado viejos para resultar molestos. Y Dios, o eso dicen, acepta en su seno a todo aquél que crea en él...

...pero si no crees en Dios no puedes ser acogido en su seno, en su Paraíso. No importa si, pese a tu descreimiento, has sido una persona de conducta y pensamientos intachables. Si has muerto siendo un santo ateo o de religión pagana. Tu no-creencia te condena a vagar eternamente en "un no-lugar". Una incoherencia más que conllevaría la autodestrucción de Dios: siendo Omnipotente e Infalible no puede cometer un error ni fallar sin que eso suponga una paradoja. Y condenar a una persona que rigió su vida bajo los preceptos que conducen al Edén es una injusticia imposible en Dios. Pero la religión también tiene respuesta a eso, como a todo lo que no puede explicar racionalmente: es una cuestión de fe. Es un camino inescrutable de Dios, uno más de cuantos existen.
Tengo suerte, no necesito confiar en caminos inescrutables. No me hacen falta excesos de fe. No tengo que creer en nada más que en lo que creo.

Porque creo en Él. Aunque, eso sí, sólo en Él.

16 agosto 2008

Miami Vice

Llevo casi una semana al otro lado del Atlántico y, haciendo balance, me sabe a poco.
Cuando ves en las películas cómo se lo montan en sitios como Los Ángeles o, mismamente, Miami, terminas por imaginar que la vida en esos lugares es simplemente una sucesión de eventos inimaginables donde las únicas premisas son el hedonismo, el poderío, la belleza y el lujo.
He decir que, en este sentido, Miami no defrauda.

Estando en Miami Beach -centro neurálgico de toda la juerga- y tras cinco noches de farra absoluta y loca, no puedo sino decir que esperaba mucho más. En momentos así comprendes que la fiesta, tal y como verdaderamente adquiere todo su sentido, sólo la comprendemos en toda su esencia en España. No lo digo por una cuestión patriótica. Ni siquiera sentimentaloide. Es, sencillamente, que nosotros sabemos mejor que nadie cómo liarla parda.

La cosa no va sólo de alcohol, música y gente. De hecho, hay un motivo más importante para que me haya decidido a hacer un alto en mis vacaciones en-todos-los-sentidos y dejar algo escrito hoy aquí.
Estando apuntado en un curso de escritura creativa (en inglés, encima) se nos propuso el típico ejercicio introspectivo según el cual debíamos escribir una pieza que respondiera a cuatro [aparentemente] sencillas preguntas:

La palabra que mejor me define es...
Nunca renunciaría a...
Nadie sabe que yo...
Una cosa que querría cambiar de mí mismo es...
Ahí es nada.

El caso es que, pensando, pensando, me salió esto. Y creo que se merece su sitio entre estas otras pajas mentales. Lo disfruten.

Solemos concebir la introspección como un camino que nos conduce a ciertos lugares de la mente en los que nunca hemos estado anteriormente. No es el único modo, por supuesto, pero si escoges esta opción para conocerte mejor a ti mismo, necesitas recordar una premisa importante: no estás caminando a solas entre cientos, miles de conexiones, pensamientos, recuerdos y todo aquello que guardas a salvo en tu interior. No. Siempre estarás condicionado por el modo en el que transitas por esos lugares, por la manera en que observas todo cuanto hay allí. Tu estado de ánimo viaja contigo y colorea, distorsiona todo aquello. Pero, sobre todo, hace que sólo veas aquello que le interesa que veas.
Para que todo esto tenga un sentido más ilustrativo, pongamos un ejemplo.
Ayer estaba triste, cabreado conmigo mismo. Me sentía atrapado en una espiral que me zarandeaba de malos pensamientos a peores. Durante una semana fui la sombra de mí mismo, mi más absoluto némesis: un tipo huraño y malencarado consumido por la inseguridad y la timidez que apenas se relaciona con nadie que no fuera el colega con el que se vino desde otro continente a pasar unos días que prometían ser de fábula y que, haciendo balance, sólo lo han sido a medias.
Esto suele ocurrir cuando echas algo en falta a tu lado. No siempre es alguien, aunque a veces lo es. Como en este caso.
Por eso, la palabra que mejor me definía ayer era "esclavo". Esclavo de mis miedos. Esclavo de mis obsesiones. Esclavo de mis sueños. Esclavo de todo aquello que rechazo porque me impide sonreír y ser yo mismo.
En esos días pensaba que jamás querría renunciar a mi independencia y creía decirlo convencido. Mirándolo ahora con los ojos abiertos me doy cuenta de que nunca como entonces creí menos en mi libertad. Precisamente por eso quería gritar que soy libre: porque no lo era.
De tal modo dejé de creer en mí mismo, tan fuerte era aquella sensación que ahogaba mi mejor versión que lo único que podía decir acerca de lo que nadie sabía de mí... trataba sobre la timidez. Buscaba una excusa con la que justificar y redimir mis malas caras, mis reacciones fuera de tono y lugar. Mi renuncia a formar parte de la raza humana que gusta de relacionarse con sus congéneres. Mi completa desubicación.
Así, tan descolocado estaba que no fui capaz de responder a la última pregunta. No podía decir qué era lo que quería cambiar de mí mismo porque eran demasiadas cosas, de principio a fin. Soñaba con poder resetearme y despertar siendo el tipo que salió de Madrid despidiéndose de su chica con una sonrisa porque tenía por delante un viaje soñado durante mucho tiempo con su amigo del alma.

Éste, justamente, resultó ser de lo más indispensable en el momento crítico. Ya tenía pensado tirar la toalla y pasarme la semana que me queda encerrado entre cuatro paredes sin más leit-motiv que contar las horas que faltaban para volver. Él supo verlo a tiempo y voltear la situación, de tal modo que la noche cambió por completo: no dejé de sonreír, de verle la cara cómica a cuanto veía a mi alrededor, dispuesto a participar como el que más en que aquella noche fuera única. Lo conseguí.
De entre todas las cosas que se dijeron esa noche, la única que realmente tuvo efecto, la que definitivamente logró el punto de inflexión que cambió el curso de lo que prometía ser una buena caída fueron cuatro simples palabras:
_Estamos en Miami, hermano.