09 noviembre 2009

Comunistas en 2009

Hoy se cumplen 20 años de la caída del muro de Berlín. Se supone que el aniversario no celebra la demolición de un muro sino la caída de todo un sistema, el comunista, cuya teoría les sonará bonita a unos cuántos pero cuya práctica no piensa lo mismo.
La historia, en clave logsiana, vendría a ser más o menos así:
El 8 de mayo de 1945 termina oficialmente la II Guerra Mundial. Alemania se rinde incondicionalmente y, como le habían dado mucho para el pelo, ni siquiera era capaz de mantenerse a sí misma. Los ganadores -USA, UK y la URSS- decidieron repartirse el país en función de los pedacitos que habían conseguido invadir. Como Francia esperaba que su grandeur siguiera como estaba (y De Gaulle sabía llorar muy bien, el jodío) también la incluyeron en el lote.
Pero claro, no puedes invitar a merendar a un mod, un rockabilly, un bakala techtonik y a un soviético [N del T: los rusos nos han legado muchas cosas útiles como el vodka o las matroshkas, pero no tribus urbanas] sin que lluevan hostias. Así que en 1949 los primeros decidieron juntar sus pedacitos y formar un país al que llamarían República Federal Alemana (RFA). A los rusos no les hizo ninguna gracia y, como no querían sentirse menos, no tardaron ni seis meses en montarse una réplica que llamaron República Democrática Alemana (RDA) no sin cierto sentido irónico del humor, por lo de 'democrática' más que nada.
Las cosas habrían transcurrido de algún modo diferente de no haber un pequeño inconveniente: no sólo se había troceado Alemania. Berlín también había sido cuarteada siguiendo el mismo modelo: el oeste de la ciudad era "propiedad" occidental (tres sectores inglés, francés y yankee) y el este soviético. Para ir de un sector a otro se necesitaba tener un salvoconducto o un pase. Cosa chunga cuando tenías el salón en zona inglesa y la cocina en zona soviética. Las tres zonas occidentales se unieron formando el Berlín Occidental, que aunque se decía que era parte de la RFA en realidad era más un minipaís que otra cosa.
Una vez montados los paripés de los países, pudieron ignorarse mutuamente mirándose de soslayo en plan 'mucho ojito conmigo, tío, que tengo armas nucleares hasta en el ojete'. Al invento lo llamaron Guerra Fría porque por la época no había una Leire Pajín que le diera un nombre más planetario y que molara.
Así, en Berlín había barrios comunistas y barrios capitalistas. Al principio las fronteras eran bastante de risas (un poco como las de Andorra, sin Guardia Civil pero con tanques más pendientes de los tanques del otro lado que de comprobar quién cruzaba) y los berlineses del este (y en general gente del Bloque del Este) cruzaba a cascoporro como quien dice que va a por tabaco y no vuelve. Se dice que de 1949 a 1961 cruzaron unos 3 millones de personas. Ahí es nada. Lo raro es que quedara alguien, visto lo visto.
Pero quedaba la gente suficiente para que los mandamases de la RDA dieran un puñetazo a la mesa y gritaran 'hasta aquí llegamos, camaradas'. Si el paraíso socialista [la RDA era, de largo, el más mejor de todos] no bastaba con retener a la gente, tal vez un "obstáculo" les ayudara a pensárselo mejor.

El 13 de agosto de 1961 se cerró la frontera a cal y canto. Nadie entra y nadie sale. Se bloquearon los túneles del metro y todos los autobuses que cruzaban la frontera dejaron de funcionar. Como resultaba complicado explicar que lo construían para dejar de perder gente, se dijo que el muro era un muro de "protección antifascista", aunque curiosamente las 'protecciones' estaban del lado de la RDA, pero eso no eran más que futesas, minucias de un plano leído al revés. Que hasta los eficientes alemanes meten el cuezo alguna vez.
De ahí que, toda vez que el Muro de piedra y hormigón rodeaba completamente la zona "capitalista", llegara un tal John Fitzgerald Kennedy (JFK para los amigos del aeropuerto de Nueva York) en el 63 y dijera "ich bin ein Berliner", que vendría a ser algo así como 'yo soy un dónut relleno de crema'. Aquella revelación, claro, dejó al camarada Jrushov (Nikita para Elton John) algo confuso, tal y como confesaría en su diario personal: 'yo siempre creí que en realidad era un panellet, esto demuestra que no se puede confiar en los burgueses capitalistas. Yo por mi parte prefiero seguir siendo una eficiente chapatita candeal'.
Así, el mundo siguió girando unos cuantos años. La RDA ganaba medallas en los Juegos gracias a sus travestis, se jugó un RDA-RFA en un Mundial de fútbol y todos contentos, comunistas unos y capitalistas (o demócratas, como se prefiera) los otros.


Pero el invento no podía durar. Ya lo intuía Gorbachov (el tipo de la mancha en la calva) cuando llegó al poder en el 85. Checoslovaquia se les había sublevado unos años antes y Polonia tampoco parecía muy dispuesta a seguir bailando el agua. Hungría se desangraba, Yugoslavia se agrietaba y Rumanía tenía a los Ceaucescu, que no es poco.
Así las cosas, el bueno de Mijaíl se inventó la perestroika, que en cristiano vendría a significar 'vale, yo también quiero un Rólex'. Empezaron entrando productos y divisas, pero al final acabó saliendo la gente. Lo descubrieron unos campistas húngaros cuando se perdieron por el bosque: andando, andando, llegaron a Viena y nadie les había dado el alto. Era el verano de 1989 y la voz corrió como la pólvora. Como entre los Países del Este no había controles en las fronteras, a nadie pareció sorprenderle que de repente a muchos les apeteciera pasar unos días en Hungría. Lo que pasa es que no se les volvía a ver el pelo, a los jodíos. Y es que unos días antes Budapest había abierto sus fronteras con Austria, sin restricciones pero también sin avisar. El Telón de Acero tenía un boquete.
Poco después dimitía Honecker, jerifalte de la RDA. Y tras él se fue todo el gabinete. Ya nadie creía en el invento y no sabían cómo salir del atolladero. La URSS no se ponía al teléfono ('¡soy una rica chapata candeal, soy una rica chapata candeal!') y la Stasi -el CNI versión chunga- ya no tenía a quién espiar. Estaban gordos y aburridos.
El 9 de noviembre de 1989, en una rueda de prensa rutinaria -y, por lo tanto, obviamente retransmitida en directo para toda la RDA y de visionado obligatorio- un tal Schwaboski, sudoroso y agobiado, sólo pensaba en salir a tomarse una cerveza. Un periodista italiano le hizo una pregunta acerca de un farragoso anuncio hecho público un par de días antes acerca de no sé qué de las "restricciones que habían sido suprimidas". Como no tenía especiales ganas de explayarse, Schwaboski sacó un papel del bolsillo y leyó el siguiente comunicado: "los panellets, quiero decir, los berlineses del este pueden ir a comer dónuts rellenos de crema". El periodista italiano, flipando un poco, preguntó que desde cuándo. Y el bueno de Schwaboski, rascándose la cabeza porque no había leído el papel entero -y la fecha no estaba hasta el final de la hoja- en lugar de decir "a partir del 10 de noviembre" tal y como le venía indicado dijo "en cuanto termine de decir esta frase... que no, que era broma, quiero decir inmediatamente". Luego se supo que le susurró a Gerhard Beil, que le tenía al lado, aquella mítica pregunta: '¿soy el único al que le ha entrado hambre?'.
El resto es historia. El muro fue derribado al más puro estilo teutón (a martillazos) y la RDA, el paraíso comunista, dejaba de existir. Dos años después sería la mismísima URSS la que corriera la misma suerte. El sistema comunista por antonomasia se desintegraba.


Hoy, 20 años después, los nostálgicos aún se preguntan qué es lo que pudo fallar. Aprovechando el aniversario algunos intentan tímidamente sacar pecho y exhibir con orgullo sus convicciones en la supresión del capital y los planes quinquenales, y pelillos a la mar con eso de los crímenes y tal, que es una cosa muy fea y otra cosa no, pero ellos son siempre muy estupendos. Quieren retomar una idea del siglo XIX en el XXI, 'adaptada a las circunstancias'.
Roures, el Señor de LaSexta, aprovecha la coyuntura para regalar libros de Marx y Engels. Su diario pontifica y da voz a una corriente minoritaria de un partido venido muy a menos.
El País, por su parte, intenta dar la sensación de estar más alejado y se pregunta qué significa ser comunista en 2009. En un entrevista sin desperdicio un par de ellos nos dejan claro que, afortunadamente, son tan escasos como los falangistas. Ojito con la nueva incorporación, Esther López Barceló. Da miedo pensar que una chica que apenas supera la veintena se cree a pies juntillas que Otegui es un "preso político", que en España hay muchos de esos o que Cuba es "la democracia más profunda" que ha vivido. Lo mejor es que cree que unos fusilamientos no deberían "manchar un régimen para siempre", pero obviamente sólo si es de izquierdas. Claro que si es la misma persona que sostiene sin sonrojarse que "existe una realidad en el País Vasco, de gente de izquierda, que no defiende la violencia pero sí sufre la represión de los agentes del Estado" entonces la cosa tiene más sentido. Sobre todo, porque esa misma chica tampoco dice que Batasuna, por ejemplo, sea esa 'gente de izquierda' de la que habla. "No son compañeros de lucha" y en el fondo le da igual si son de izquierdas o no, y hace bien intentando expulsarles de su lado aunque no cuele. Incómodo, el asunto. El pobre Willy Meyer, el otro entrevistado, no sabía dónde meterse.
Pues sí. Estos son los comunistas del 2009.
Alzad el puño, camaradas. Pero bajito, por favor.