17 abril 2007

300 valientes... y un par de cobardes

Dice Borja Hermoso en su por otra parte gran blog de cine de elmundo.es que "morir por el honor y la patria siempre me ha parecido, pero cada día me lo parece más, la mayor de las imbecilidades". Qué quieres que te diga, tocayo, esa es tu opinión. Vale tanto como otra cualquiera, pero... no estoy ni mucho menos de acuerdo.

Asumiendo que esto no es precisamente elmundo.es (y mejor que así sea, viendo el percal que se mueve en ocasiones por ahí...) y que por tanto no hay el mismo caudal de lectores (por suerte o por desgracia, claro) me voy a permitir emitir mi propia opinión sobre esta película y, sobre todo, el trasfondo que hay detrás.

Así que preparaos para el típico ladrillo pseudo-intelectual con el que regalarme un poco el ego. En el fondo, qué jodido es ser crudamente sincero a veces, ¿no?

Por partes: la película es grandiosa. Había leído la novela de Frank Miller y algunos añadidos de la película me parecieron de lo más acertados (otros, como la escena de sexo de Leónidas y su mujer, no tanto). La fotografía y la ejecución, sencillamente brillantes. El juego de cámara lenta, sobrecogedor, el argumento... ah, el argumento. Ahí está la madre del cordero.

Vender a estas alturas de la historia de la Humanidad algo tan rotundamente rancio como el honor, la lealtad no sólo al individuo sino al conjunto (llámese pueblo, equipo de fútbol, empresa, nación, ciudad...), el "viva la muerte" legionario... parece obsoleto y, sin embargo, tanto mi medio hermano Juan como yo salimos de ahí pensando "coño, ¿y quién no haría algo así en su lugar?". Hermoso, me vas a perdonar pero... yo sí lo haría.

Al margen de los detalles erróneos y exagerados de la historia de la batalla de las Termópilas (no eran 300, sino 3000, iban apoyados por focios y tebanos y aquéllos también se dejaron matar en el mismo lugar; no había un millón de persas pero sí alrededor de trescientos... mil) lo que se preocupa de transmitir no es tanto el detalle histórico veraz como el trasfondo en el que se desarrolla.

Marcharte voluntariamente a morir por lo que crees es algo hermoso. Hay pocas, poquísimas cosas que lo merecen, pero las hay. Se puede morir por amor. Por tu familia. Por tus principios. Y nadie lo consideraría una imbecilidad. Nadie toma a Romeo y Julieta por gilipollas... ¿no?

Por supuesto, existen personas incapaces de comprender algo así, que achacan esta "furia trasnochada por la muerte" en un signo de poca inteligencia. Tal vez. Seguro que puede ser un motivo. Yo prefiero justificarme con este otro: no podría perdonarme vivir después sin haber intentado luchar por lo que creo, por muchos años que viviera gracias a esa huida.

Ni siquiera hay que referirse al hecho de irte a una guerra a matar gente, no hay por qué ser tan drásticos. El problema, pienso, es que si uno es cobarde para eso, lo es para casi todo lo demás. Renegará de su equipo si pierde, olvidará a sus amigos si le decepcionan, trabajará pensando en su único y exclusivo beneficio sin pensar en nada más, aceptará cualquier cosa que venga con tal de no tener que dar la cara... preferirá perderlo todo, siempre que no tenga que luchar. Con los años, cuando eche la vista atrás y piense en el legado que deja al mundo, tal vez sienta una punzada de amargura en su interior que le haga envejecer mal y avinagrado. Sólo tal vez, claro.

"Pude hacer algo y no lo hice", "les dejé tirados", "huí como un cobarde", "no fui capaz de hacerlo", "me rendí"... son losas que pesan en el alma y que salen a flote en algún momento. Por esa razón, yo prefiero no tener ninguna y, en cambio, parecer rancio y casposo.

Cosas que pasan, ya ves truz.

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