30 julio 2009

Picoletos y mafiosos

Una vez me contaron una historia de esas que te hace esbozar una sonrisa de admiración. Había una vez un empresario que recibió una carta entre otras muchas. En ella, unos tipos que se decían luchadores por la libertad de no sé qué pueblo le pedían un "impuesto revolucionario" para sostener la causa y blabla. Que si no lo hacía, su vida y la de sus familiares podría correr serio peligro.
Él no abrió la boca, ni para protestar ni para dar vivas o mueras. Simplemente cogió el teléfono y marcó unos pocos números. Al otro lado de la línea, una voz seca respondió:
_¿Pronto?
Días después, el empresario dio una rueda de prensa a la que apenas acudió gente, pues no era alguien que llamara especialmente la atención. Pero los que fueron se quedaron tan impresionados que no fueron capaces de volver a sus redacciones a publicar la noticia:
_Señoras y señores, he recibido una de esas cartas de extorsión tan conocidas. No han escogido bien a quién amenazar. Tan sólo diré que sé quiénes me la han mandado. No sólo eso. También tengo los nombres y las direcciones de sus familiares y amigos más cercanos. Ya se sabe que en los pueblos pequeños nos conocemos todos. Si me ocurre algo a mí o a alguien de mi familia, unos amigos míos tienen instrucciones precisas y pagadas para... bueno, equilibrar la balanza según ellos lo crean conveniente.
Cuentan que a aquél empresario no volvieron a llegarle más cartas.

Cuando me he enterado del segundo atentado en apenas dos días de estos mierdecillas, recordé aquella historia. Hoy han muerto dos hombres de esos que cobran un dinero que no justifica jugarse el cuello. Dos tipos aún anónimos -ya les pondremos nombre, apellidos y cara para no olvidarlos- cuya profesión sólo se paga con dinero aunque no se dedican a ello sólo por el sueldo. Hay algo más, un intangible que muchos podemos comprender mejor o peor pero que, quizá por ese mismo motivo, respetamos más que a ningún otro.
Nos cagamos todos en la Guardia Civil cuando nos paran en mitad de la carretera para freírnos a multas. Nos cagamos en sus caras serias y tonos distantes, algunos arrogantes, que ponen cuando nos hablan. Nos ponemos en alerta cuando se acercan. No les invitamos a una ronda si paran en el mismo bar.
Pero todos y cada uno de nosotros sabemos que si están cerca, nos sentimos seguros. Sabemos que son los primeros en partirse la cara (y, lo que es peor, dejársela) por nosotros. Sabemos que ellos van a por los malos. Porque sabemos quiénes son los malos, ¿verdad?

Recuerdo otra historia. Una en la que unos montañeros se perdieron cuando subían por Sierra Nevada. El Grupo de Montaña de esa misma Guardia Civil subió a rescatarles con el tiempo justo para no quedarse ahí arriba para siempre. Al bajarles al hospital supieron que eran un par de etarras de vacaciones. Ninguno volvió con el arma reglamentaria a terminar lo que empezó la montaña.
Conozco mucha gente que no aguanta a los picoletos. Hay gente que les llama torturadores. Hay gente que los toma por invasores. Gente que está dispuesta a verlos muertos. Gente a la que le da igual si hay en el mundo un par de personas menos si éstas llevan mangas verdes y tricornio. Gente que hace ya años que no pueden contraponer unas víctimas por otras. Y menos cuando ponen bombas en casas con niños a sabiendas.
Bastardos mierdas, ellos. Malas putas, ellas. Engendros, lo que procrean.

A todos nos llega un momento en el que preguntarnos qué sentido tiene emitir mensajes de condena y concentraciones de repulsa. A todos nos llega preguntarnos si el pacifismo gandhiano sirve en un país forjado en sangre y con carácter como éste. Siempre nos asalta, durante sólo un momento, la duda de si no será otro el camino a emprender.
Pero no queremos ser como esos... se me acaban los adjetivos porque no hay insulto lo bastante profundo que pueda describirlos con precisión. No queremos ni siquiera que nos asocien con gente como esa. Lo más bajo de cualquier escala humana.

No siempre fue así, y los que ayer les jaleaban hoy se callan muy mucho de recordarlo. Sigue habiendo gente que entiende lo que hacen, que no se atreven a decir lo que piensan en realidad. Que musitan un "bravo" justo después de gritar el "¡condeno!" con el que quedar bien con todo el mundo. Sigue habiendo gente que intenta dar justificación al asesinato. Que busca arrimar el ascua a su sardina pidiendo autodeterminaciones o suspensiones de autonomía o penas de muerte. ¿Muerte? ¿Más muerte aún?
A todos aquellos os dedico mi mayor desprecio y mi advertencia: no toquéis a los míos.
Yo también tengo teléfono.

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