09 julio 2009

Días torcidos

Autocompasivos y deprimentes. Malhumorados y apáticos. Tristes rémoras con los que contrastar los días para recordar. Un mal día lo tiene cualquiera. Una racha tonta ocurre siempre tras una buena. Pero los días torcidos... ah, esos son excepcionales.

Los días así se adivinan nada más abrir un ojo, ese que te costó tanto cerrar porque el vecino con el que compartes pared de pladur necesita tener puesto el vallenato hasta las cuatro de la mañana. Cuando lo abres ha cambiado el registro a bachata. Nunca creí que aprendería de música caribeña sin moverme de mi propia cama.
Sin embargo, la primera pista genuina de lo que promete ser un día negro afro llega con el regusto del primer sorbo de café. Aguado, insulso y prescindible.
La prensa no anima. Se ve que hoy, jueves post-chupinazo, apenas hay nada digno de contar. Que si se presenta Benzema, que si Joan sigue tri-intranquilo, que si Conte deja Iberia [1][2][3] (noticia de interés mundial que, lógicamente, todo el mundo ansía saber porque Conte es... es... ¿quién pelotes es Conte?).

Así que te crujes los dedos dispuesto a ponerte a hacer algo de provecho con el tiempo que se te ha dado y te encuentras con que no sabes qué hacer con él. Es el problema de tener mil cosas en la cabeza y ninguna prioridad particular por llevarlas a cabo ordenadamente, por lo que la mente te manda a tomar por el culo y se conforma con una película de autor ("La Clase") y un par de capítulos de Family Guy. Ya se verá luego si apetece algo mejor.
Como todo buen día torcido, al llegar la hora de comer no te encuentras en la nevera con nada apetecible, y eso que eres tú el que hace la compra. Valiente ironía con la subyacente cuestión a plantearse: ¿ahora resulta que ni yo mismo me conozco?
Terminas comiendo lo que queda de un paquete de lechuga sin tenerlas todas contigo. Ligeramente despechado y sabiendo de antemano cómo se planteará la tarde a menos que un milagro le ponga remedio -milagro que, lógicamente, no llega- mi habitual estado antisocial alcanza su punto crítico. Me encierro del mundo y dejo que continúe su marcha sin contar conmigo. Total, para cuatro ladridos que pensaba pegar, mejor guardármelos para no tener que arrepentirme después. Eso sí, al menos tengo el buen gusto de no cerrar las persianas. Más que nada, porque no tengo.

Fiajos si estoy de malas que ni siquiera me sale reírme de mí mismo.
Pronto hará un año que dejé de cotizar a la Seguridad Social y aproximadamente once meses y veintinueve días que dejé de buscar trabajo. Ah, pues sí, sí que puedo seguir siendo cínico después de todo.
Menos mal. Por un momento hasta creí que me estaba reformando.

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