16 febrero 2007

País

Siempre he sido un ferviente defensor de la libertad de cada uno a pensar como mejor le convenga. Así, nadie me cae mejor o peor por ser de derechas o de izquierdas, independentista o constitucionalista, liberal o conservador, nazi o anarquista.

Otra cosa muy distinta, claro, es que comparta algunas de esas opiniones y no esté dispuesto a discutir y rebatir las que no me parecen acertadas.

No creo que sea útil ni necesario que me retrate y me identifique con unas siglas de partido desde las que partir mi ideología. Soy ciudadano español y me gusta serlo, eso mantiene abiertas muchas puertas y me cierra otras tantas. Comparto algunas teorías de un bando y del otro. Y adoro la política, sobre todo discutirla. En este sentido, cuando vivía en Barcelona recuerdo algunas conversaciones (poquísimas para mi gusto) en cuanto a este espinoso tema. Parece como si fuera un tema tabú hablar de ciertos temas, y la política, si no es para poner a caldo el centralismo y el llamado nacionalismo españolista, no se toca.

Por suerte o por desgracia, he tenido ocasión de vivir muy de cerca los dos movimientos separatistas más importantes de los últimos tiempos: tanto en Cataluña como en Euskadi se respira un aire diferente que te impide desenvolverte como si estuvieras en casa. No lo estás. No lo olvides, me decía a mí mismo. En uno, se me conocía con el sobrenombre de El Madrileño, en el otro... El Español o, si había demasiadas cervezas de por medio y ganas de pelea, El Moro.

Por esa razón, imagino, soy un acérrimo enemigo de los nacionalismos (bien expresado y entendido, por supuesto, como una animadversión ideológica que no traspasa las fronteras de la dialéctica, no nos vayamos a pensar que me lío a hostias con el primero que me saque una estel·lada). Es decir, comprendo que hay una idiosincrasia propia en cada uno de estos lugares, una manera de ser y de pensar que no coincide con otras partes del país. También admito que una lengua otorga cierto estatus autónomo y prestigioso con el que poder diferenciarte. Ahora bien, todo tiene un límite. No por todo lo anterior se ha de suponer que los castellanos somos unos fachas rancios que escuchan a la Pantoja, llevan boina y se hacen pajas pensando en Franco. No es precisamente justo que siempre se acuse a los mismos de ser los responsables de la fractura del país cuando no somos exactamente nosotros los que tensamos las cuerdas del victimismo y los discursos incendiarios. Es decir, unos tiran la piedra, esconden la mano y además señalan al de enfrente como el responsable de la agresión: la he tirado porque no me has dejado más remedio, replican encogiéndose de hombros. Tócate los huevos, tú. Y mejor no hablar de lo que ocurre cuando, por fin, los otros responden con otra pedrada. Sí, mejor no comentarlo porque entonces se arma la de Dios es Cristo.

Como dicen por ahí: país.

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